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 El legalismo es la aplicación de leyes humanas sin misericordia. Decimos que son leyes humanas, porque, aunque se use la Palabra de Dios como base, se cae en el error de usar la letra, pero no el espíritu de la letra. Por lo general, la persona legalista separa un texto de las Escrituras a su conveniencia y de tal texto hace su propia ley.

   Las dos fuentes que alimentan el legalismo son: el tradicionalismo y la imaginación. Ambas inspiradas por el enemigo. El tradicionalismo transmite sus costumbres con tanta fuerza, que el sólo hecho de pensar en abandonarlo produce temor. Las reglas aprendidas y practicadas bajo un sistema tradicionalista quedan grabadas en la mente con el cincel de la amenaza; es una verdadera cadena espiritual, emocional y mental. 

  La imaginación humana sin el control del Espíritu Santo puede ser peligrosa. La imaginación siempre tiende a la especulación, a la morbosidad y a la autosatisfacción. 

   Jesús confrontó a un grupo de varones legalistas (Juan 8:1-11). El versículo 3 dice: “Entonces los escribas y los fariseos le trajeron a una mujer sorprendida en adulterio…” Aquí podríamos preguntarnos: ¿Quién la “sorprendió”? Este tipo de pecados no se comete a la vista de todos (de lo contrario la mujer no hubiera sido “sorprendida”). ¿Era ella una mujer conocida y estos fariseos sabían dónde encontrarla? ¿Tuvieron que ir a investigar? Obviamente, estos “sepulcros blanqueados”, como los llamó Jesús (Mateo 23:27), estaban dispuestos a hacer cualquier cosa con tal de exaltar su propia justicia y por supuesto, atacar a Jesús. 

   En el relato vemos la actitud de Jesús hacia la mujer adúltera. El Señor jamás justificó, ni minimizó, el pecado del adulterio, pero le dio a la mujer la oportunidad de restauración que los religiosos jamás se dignarían a practicar: “ni yo te condeno; vete, y no peques más.” El legalismo no permite la acción de la gracia restauradora. 

   La verdadera disciplina, por el contrario, no abusa de la gracia (no es liberal), pero la aplica correctamente. La disciplina siempre es producida por el amor de Dios, aun cuando su aplicación produzca dolor (Hebreos 12:11).

  El legalismo impone la opinión humana por sobre la ley de Dios. Para el legalista, lo que él piensa es más importante que la Biblia. Por ello, las consecuencias del legalismo siempre son negativas, no solamente en la iglesia, sino en el hogar, en el trabajo y en la relación con los amigos.  El legalismo también logra apartar al pecador, en vez de atraerlo al Señor para que se arrepienta y pueda ser restaurado. 

Que Dios nos libre del espíritu legalista, para que jamás nos hallemos luchando contra Dios, ni siendo “ciegos guías de ciegos” que entorpecen el camino a la salvación.

Los que amamos a Dios, habiendo sido reconciliados con él gracias al sacrificio de Jesucristo en la cruz, y en su resurrección, no somos legalistas, sino seguidores de la verdadera ley de Dios, que es la ley de la libertad responsable; la libertad que honra a Dios, rescata a los perdidos, y edifica en la fe.