“Siendo renacidos, no de simiente corruptible, sino de incorruptible, por la palabra de Dios que vive y permanece para siempre. Porque: Toda carne es como hierba, y toda la gloria del hombre como flor de la hierba. La hierba se seca, y la flor se cae; Mas la palabra del Señor permanece para siempre. Y esta es la palabra que por el evangelio os ha sido anunciada.”
(1 Pedro 1:23-25)
María y Luisa vinieron a verme al final del servicio. Con lágrimas en sus ojos, me informaron que ese era el último domingo en su iglesia. En realidad no querían dejar de asistir, pero según ellas, no tenían otra opción. Este comentario me llevó a preguntarles la razón de la salida, imaginando que tal vez se trataba de un traslado a otra ciudad por asuntos laborales o familiares. ¡Cuán grande fue mi sorpresa cuando dijeron, con mucho dolor, que se trataba de un asunto de interpretación doctrinal! Los líderes de la iglesia les habían dado un plazo límite para que manifestasen cierto don del Espíritu Santo, pero aun no había ocurrido en sus vidas.
Yo era el predicador invitado. Para mí era prácticamente imposible intervenir en el asunto; al menos si iba a ser fiel a mi respeto por la autoridad espiritual de los líderes locales.
Yo tenía convicciones firmes sobre ese tema, pero de ninguna manera discutiría el asunto con ellas. Sin embargo, confieso que al notar el daño espiritual y emocional que estaban sufriendo, tuve que alentarlas, en primer lugar, a no apartarse del Señor.
Cuando regresé a casa, me propuse volver a estudiar las Escrituras, con el propósito de verificar si mis convicciones eran correctas. (Parte 2 continúa en nuestro próximo artículo...)