En nuestro artículo anterior, conté la historia de unas hermanas que vinieron llorando y diciéndome que tendrían que salir de su iglesia, porque aún no habían manifestado un don del Espíritu Santo. Al regresar a casa, me propuse estudiar las Escrituras para ver si mis convicciones estaban correctas.
Este ejercicio ocurrió varias veces durante mi carrera ministerial; pero fue siempre necesario y sin duda benéfico, pues la palabra de Dios es lo único que permanece para siempre. Y es la palabra de Dios la que también nos advierte no sólo a mantener la sana doctrina, sino también la sana interpretación, la cual jamás es privada (2 Pedro 1. 20), sino inspirada por el Espíritu Santo.
El problema comienza, cuando creemos que el Espíritu nos ha inspirado una interpretación “fresca” de las Escrituras. Sumémosle a ese error, el crear un movimiento que de alguna manera (intencional, o no), promueva nuestra credibilidad y el resultado es miles de vidas entusiasmadas, pero confundidas. Créame, en mi práctica de consejería profesional, tengo que ayudar y ministrar a muchas de esas vidas, porque número considerable de ellas han dejado al Señor y otros ya no le creen ni al líder más ungido y preparado.
Necesitamos aferrarnos a las Escrituras y orar para que el Espíritu Santo nos guíe a toda verdad (Juan 16.13). “No todo lo que reluce es oro”, dice el famoso refrán. No se trata de recibir una inspiración fresca, o nueva, sino de renovarnos en el espíritu de nuestra mente (Efesios 4.23), aun cuando se trata de interpretar las Escrituras. Esta es la única manera de “usar bien la palabra de verdad” (2 Timoteo 2.15).
La Biblia debe ser nuestra única fuente de autoridad. El Espíritu Santo que la inspiró jamás nos dirá nada que la contradiga. Tampoco vendrá de él una revelación que no pueda ser apoyada por todo el contexto de las Escrituras. Así que, no confiemos ciegamente en una interpretación privada, aunque nos sea presentada de una manera atractiva o conveniente. Aferrémonos solamente de la Palabra de Dios, rogando que su Espíritu tome de Él mismo y nos haga conocer todas las cosas. (Juan 16.14)